miércoles, 23 de marzo de 2016

LAS SIETE SOLEDADES DE NIETZSCHE

LAS SIETE SOLEDADES DE NIETZSCHE

SIETE PURGACIONES PARA UN ATEO
Manuel Fernández Espinosa
Si con exhaustividad tuviéramos que presentar todos y cada uno de los septenarios que podemos hallar en las más diversas tradiciones religiosas necesitaríamos un grueso volumen y, si hubiéramos de glosar cada septenario, mucho me temo que sería menester varios volúmenes. Es por ello que, en la presente exposición, se nos hará la indulgencia de ahorrarnos el meticuloso glosario que de esta cuestión se podría hacer. Hemos dicho tradiciones religiosas, puesto que lo son; pero aprovechamos para dejar constancia de que todo aquello que hoy recibe el nombre de cultura no puede aspirar a ser cultura con propiedad si prescinde de lo religioso. Parafraseando la veneranda fórmula que reza: "Extra Ecclesiam nulla salus", debiéramos decir que "Fuera de la religión no hay cultura". Es por ello que, ante todo fenómeno que pueda llamarse cultural, hemos de plantarnos convencidos de que, no por estar encubierta (e incluso estentóreamente negada, como ocurre en Nietzsche), deja de estar subyacente al fenómeno cultural una religiosidad de fondo. Se diría que cuando se arroja la religión por la ventana, la religión vuelve a entrar por la puerta trasera.
 
En todo fenómeno cultural (y el que constituye la figura y obra de Nietzsche lo es) alienta la religiosidad, por mucho que execre de las religiones institucionalizadas, por más que se gane la animadversión de los miembros de un culto religioso. Una de las mujeres que mejor conoció a Nietzsche, Lou Andreas-Salomé, lo supo ver con una extraordinaria clarividencia, cuando escribió en su diario, reflexionando sobre Nietzsche y ella misma, estos renglones que reproduzco:
 
"El fundamental rasgo religioso de nuestra naturaleza es nuestro común denominador, y tal vez se manifiesta en nosotros con tal fuerza porque somos espíritus libres en el sentido más amplio. En el espíritu libre, lo religioso no puede referirse a ninguna divinidad ni a ningún cielo fuera de sí mismo, en el que las fuerzas creadoras de la religión, como la debilidad, el miedo y la codicia, encontrarían su lugar. En el espíritu libre, la necesidad religiosa surgida a través de las religiones... puede retrotraerse sobre sí misma y convertirse en la fuerza heroica de su ser, en el impulso a la entrega a un gran ideal. En el carácter de Nietzsche hay un rasgo heroico, y éste es precisamente el más acusado, el que da cohesión a todas sus cualidades. Él será el precursor de una nueva religión y será una religión de héroes."

 
Según Salomé, Nietzsche "será el precursor de una nueva religión y será una religión de héroes".
 
A primera vista parecería que, 115 años después de la muerte de Nietzsche, el pronóstico de Lou Andreas-Salomé no se ha cumplido. El mismo Nietzsche se ocupó de negar que él fuese un "profeta" y, menos todavía, un "santo". Pero, sin embargo, cuando tiene que explicar en "Ecce Homo" el estado en que concibió y redactó "Así habló Zaratustra" no puede por menos que declarar que esta obra fue escrita casi en un éxtasis místico por el cual su autor (el mismo Nietzsche) se convirtió en una especie de "medium de fuerzas poderosísimas". Y sigue diciendo:
 
"El concepto de revelación, en el sentido de que de repente, con indecible seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que le conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos".
 
Un mojigato diría que eso no pudo ser, tratándose de Nietzsche el Ateo, otra cosa en todo caso que una revelación luciférica, satánica, de signo demoníaco. Pero, a estas alturas, lo que los mojigatos dicen a mí personalmente cada día me importa menos. Lo que ahora me importa es asentar que Nietzsche puede haber declarado la "muerte de Dios" con todas las consecuencias morales que se quieran traer a colación, pero a la vez lo hallamos en dependencia religiosa. Y no sólo lo atisbó Salomé, el mismo Nietzsche se refiere a la composición de su obra en términos eminentemente religiosos: su inspiración es entendida en clave poco frecuente ("Ésta es mi experiencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso remontarse milenios atrás para encontrar a alguien que tenga derecho a decir "es también la mía"-"), comparándola con las revelaciones que se han registrado en la historia de la humanidad.
 
Por todo esto y más que podríamos añadir, no podrá ser considerado un despropósito afirmar que en la obra de Nietzsche cabe rastrear elementos que concuerdan con las constantes místicas de las tradiciones religiosas más diversas. Y uno de esos elementos es el enigmático e inquietante septenario nietzscheano que él mismo llama las "siete soledades".
 
Las "Siete Soledades" no sería un tema que captara nuestro interés si esto hubiera aparecido al albur en cualquier pasaje de la obra nietzscheana, no volviendo a reaparecer más, puesto que -en ese caso- lo más atinado sería pensar que fue una ocurrencia pasajera que tuvo Nietzsche al acaso y que no tuvo la menor de las repercusiones ni para Nietzsche ni para su obra. Pero ocurre que las "siete soledades" aparecen y reaparecen en diversas obras de Nietzsche, por lo que es legítimo pensar que no sea algo accidental, sino ciertamente importante, siendo oportuno detenernos en ello para considerarlo como mínimo en su calidad de elemento que cumple sin ninguna duda alguna función en la articulación de todo el conjunto del pensamiento nietzscheísta.
 
En el parágrafo 285 de "La gaya ciencia" (año 1882) se nos presenta las "siete soledades". También en el mismo libro, parágrafo 309, se alude en su título a ello: "Desde la séptima soledad". En "Así habló Zaratustra" (escrito entre 1883 y 1885), las "siete soledades" se convierten en los "siete demonios" a los que se aluden en el discurso de Zaratustra de la primera parte, titulado "El camino del creador": "Solitario, tú recorres el camino del creador: ¡con tus siete demonios quieres crearte para ti un Dios!". Las siete soledades, los siete demonios, afloran de nuevo, ahora como "un séptuplo hielo" en los versos de "El mago" (Nietzsche también barajó la posibilidad de titular este capítulo como "El penitente del espíritu", localizado en la cuarta parte de "Así habló Zaratustra"). Y hasta cierto punto, no se nos ha pasado, "Los siete sellos (o: la canción "Sí y Amén")" de la tercera parte de "Así habló Zarastustra" también estaría relacionada con las siete soledades, pero dada su complejidad preferimos dejarla a un lado por ahora.
 
En 1888 las "siete soledades" son nuevamente convocadas en los "Ditirambos de Dionisos", en concreto en dos de ellos. El primero en el titulado "La señal de fuego" en el que dice:
 
"Seis soledades conocía ya-,
pero el mar mismo no le fue bastante solitario,
la isla le permitió subir, sobre la montaña se tornó en llama,
de una séptima soledad".
 
Y también en el titulado "Se hunde el sol", vuelve a hablar de la "séptima soledad".
 
En "Ecce Homo" (también del año 1888) la soledad, dice Nietzsche, tiene siete pieles: "La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya".
 
Como vemos, bajo los nombres de "soledades", "demonios", "hielos" (incluso podríamos añadir que "sellos") y, hasta so capa de "pieles", la experiencia de la soledad profunda, vivida como privilegiado ámbito de fecundidad creadora, adopta el tradicional septenario que hallamos en las más diferentes religiones, tanto como elementos hierofánicos (los siete arcángeles) como ritualísticos (la "sapta padi" de los hindúes), como devocionales (los Siete Dolores de la Santísima Virgen María). Ni que decir tiene que sería muy difícil pensar que Nietzsche estuviera con sus siete soledades refiriéndose a los siete arcángeles de las tradiciones religiosas del judaísmo, del cristianismo y de algunas sectas islámicas, todavía menos a los "siete dolores" de la Virgen María, pero lo que para mí es digno de hacer notar es el número siete, que se repite con insistencia en Nietzsche.
 
Hora es ya de ver cuales son cada una de esas siete soledades. Para ello no existe un pasaje que mejor las testifique que el parágrafo 285 de "La gaya ciencia":
 
"¡Excelsior!- "No volverás a rezar jamás, no volverás a adorar, no volverás jamás a descansar en una confianza ilimitada; te negarás a detenerte ante una sabiduría postrera, una última bondad, una última potencia y a desenjaezar tus pensamientos: -no tendrás guardián ni amigo que te acompañe a todas horas en tus siete soledades: -vivirás sin una escapatoria hacia esa montaña, nevada en la cumbre, con fuego en las entrañas; no habrá para ti remunerador ni corrector que dé la última mano, ni habrá tampoco razón en lo que acontezca, ni amor en lo que te suceda; tu corazón no tendrá asilo donde no encuentre más que reposo ni tenga más que buscar! Te defenderás contra una paz última, querrás el eterno retorno de la guerra y la paz: -hombre del renunciamiento, ¿querrás renunciar a todo esto? ¿Quién te dará fuerzas para ello? ¡Hasta ahora nadie ha tenido esa fuerza!". Hay un lago que un día no quiso desbordarse y construyó un dique en el lugar por donde se derramaba; desde entonces el nivel del lago se eleva cada día más. Quizás aquel renunciamiento nos dará la fuerza necesaria para soportar el renunciamiento; quizás el hombre se elevará más cada día desde el instante en que deje de desbordarse en el seno de un Dios".
 
Atreviéndonos mucho, podemos ver que las siete soledades vienen a ser siete reducciones que nos llevan a una soledad absoluta, donde se ha rechazado la compañía del último que no abandona: Dios. En cada una de las soledades ha dado un rotundo "No" a Dios: se ha rechazado rezar, adorar, confiar, ser vigilado y acompañado, evadirse de la realidad, esperar retribución o ser corregido, buscar razón o amor en lo que sucede. Las siete soledades son siete renuncias que el hombre podría hacer o no hacer, pero que quien se quiere a sí mismo en la veracidad no puede dejar de hacerlas a juicio de Nietzsche. Por eso, en el parágrafo 309, lo que abruma en la séptima soledad es la "propensión a lo verdadero, a la realidad, a lo que no es sólo aparente, a la certeza". En este parágrafo se condensa una experiencia atroz para Nietzsche: su pasión por la veracidad le niega poder detenerse en cualquier "jardín de Armida". El jardín de Armida, descrito en la "Jerusalén libertada" de Torcuato Tasso, es la imagen ilusoria de un jardín edénico; esos jardines fabricados por la maga Armida cumplen la función de retener a su amado Reinaldo, manteniéndolo a distancia del mundo real y de ese modo poder acapararlo la hechicera para sí. Esta imagen evocada por Nietzsche recuerda a la Circe tantas veces identificada por Nietzsche con la razón.
 
Las siete soledades son siete renuncias a lo que Nietzsche considera la ilimitada capacidad del hombre para autoengañarse. La pasión por la veracidad condenaría así a una tremenda soledad a todo aquel que pugne por ser coherente. Las siete soledades son siete hitos en el camino del ateo que emprende la tarea de prescindir gradualmente de todo cuanto pueda ser una evasión de la realidad, puesto que todo escapismo supone una infidelidad a la inmanencia, una deslealtad que traiciona a la "tierra" por cualquier trasmundo (jardín de Armida). Las siete soledades, por lo tanto, estarían estrechamente ligadas como no podría ser de otra manera con el ateísmo nuclear de Nietzsche; pero, sin embargo, en esos renunciamientos escalonados que niegan los consuelos con los que cuenta el común de los creyentes, conducen por introspección a una realidad interior, de naturaleza incomunicable, donde Nietzsche barrunta una posible renacencia del hombre bajo la forma de una "elevación", de cuya naturaleza no se nos precisa más.
 
"Quizás aquel renunciamiento nos dará la fuerza necesaria para soportar el renunciamiento; quizás el hombre se elevará más cada día desde el instante en que deje de desbordarse en el seno de un Dios".
 
Dejando al margen las consideraciones morales y yendo al meollo del presente tema nietzscheano que hemos presentado, no podemos dejar de advertir que se comprueba que, incluso en el ateo, el septenario al que, bajo múltiples símbolos y alegorías, alude Nietzsche (siete soledades, siete demonios, siete hielos...) concuerda en todo punto con el sentido que tiene el "siete" en las más diversas tradiciones religiosas, puesto que el número 7 es universalmente considerado, según sintetizó Carl Gustav Jung, como "símbolo de la transformación y de la integración de la gama de jerarquías en su totalidad".
 
Las siete soledades del ateo, sus siete demonios y sus siete hielos, han de ser transitados por éste para operar por último la transformación que (tras desintegrar las apariencias convencionales que procuran al creyente mediocre una falsa estabilidad de índole emocional), permita místicamente reintegrarse al hombre en el interior, tal y como nos ha enseñado nuestra mística Santa Teresa de Ávila a través de sus imágenes de las siete moradas del castillo interior.
 
No nos autoengañemos ni con el acerbo ni con el almibarado lenguaje del místico que, por descontado, nunca nos quiere engañar: la experiencia tremenda de quien con audacia filosófica o religiosa se atreve a quedarse solo, para buscar la verdad, termina por conducirlo a Dios (por mucho que el buscador no reconozca su nombre). La mística puede prescindir de las músicas celestiales acostumbradas en la palabrería sobre Dios (musicas "celestiales" que son "terrenales, demasiado terrenales"), la mística puede despreciar el sermón empalagoso y, hasta en tiempos como los nuestros, a la mística le ha de repugnar toda esa retórica sociologizante del sentimental beaterío, pero lo que nunca faltará en la mística es la experiencia dolorosa y purgante que lleva a la muerte del "hombre viejo" para dar a luz al "hombre nuevo". Así, a manera de muerte iniciática, la ascesis propicia una renacencia íntima. Se cumple inflexiblemente la sentencia de San Agustín de Hipona:


"Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas, et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et te ipsum".

"¡No vayas afuera, entra dentro de ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad! ¡Y si encuentras tu naturaleza mutable, trasciéndete a ti mismo!"

Lo mismo que sin religión no puede haber cultura, tampoco puede accederse al ápice místico sin pasar por el purificador fuego del solitario.


 

BIBLIOGRAFÍA:

 
Peters, H. F., "Lou Andreas-Salomé. Mi hermana, mi esposa. Una biografía".

 
Obra completa de F. W. Nietzsche, especialmente:

 
Nietzsche, F. W., "La gaya ciencia".

 
Nietzsche, F. W., "Así habló Zaratustra".

 
Nietzsche, F. W., "Ditirambos de Dionisos".

 
Nietzsche, F. W., "Ecce Homo".

 
Jung, C. G., "Psichologia e Alchimia".

lunes, 21 de marzo de 2016

LA SACRALIDAD DEL SEXO

 
 

La creación de Eva, Capilla Palatina de Palermo: imagen de ARTEHISTORIA
 
 


Manuel Fernández Espinosa
 
 
EL SEXO PROFANADO

 
Es en esta época, plagada de sexólogos, cuando el sexo ha devenido en un gran desconocido, si es que alguna vez se le conoció. En los más sensibles cunde un profundo disgusto por su banalización y no faltan paladines de la pudicia que levantan su voz contra una sociedad hipersexualizada, cuando a cualquier hora pueden asaltar las imágenes obscenas en las pantallas, en los escaparates o en la vía pública. El cuerpo (el de la mujer sobre todo) se ha convertido en una mercancía que, como señuelo, lo mismo sirve para encender la concupiscencia del rijoso como para vender un perfume. Helmut Schelsky supo ver como pocos que la tan pregonada "liberación sexual" de la que se jacta la modernidad ha transformado el sexo en un consumo de masas, estandarizándose los hábitos sexuales por lo que la sexualidad ha sido mediatizada, prevaleciendo una sexualidad "representada".
 
Pero no sólo es que se haya desfigurado y vulgarizado el sexo, banalizándolo y "representándolo", sino que se le ha reducido a una mecánica cuyos supuestos "secretos" se pueden aprender en "talleres", así lo pretenden algunos infatuados sexólogos y así lo admiten cándidamente los legos; de este modo, de la mano de monitores que imparten con sus vademécums técnicas anatómicas y fisiológicas para mejorar la gratificación sexual es como se encara el asunto, empezando con manuales de instrucción para el onanismo y difícilmente puede pensarse que este tipo de cuadernillos vayan más lejos de ello, a no ser que aceptemos que la plenitud de la "sexualidad" es la satisfacción masturbatoria: en solitario o compartida entre dos, es lo mismo. El mismo nombre que en español llevan estos "cursillos" ("talleres" les llaman) ya indica el envilecimiento de algo tan noble como es el sexo, aquí y ahora codificado como un "trabajo" en el mundo técnico (Ernst Jünger lo pronosticaba con su sólita clarividencia). Todo ello, no obstante, reviste el carácter de frívolo juego, típico de la sociedad que se representa a sí misma como "lúdica", no pasa del muestrario de técnicas y "posturas" que presuntamente optimizarán lo único que parece importar: el placer. No podía ser de otro modo en la decadente sociedad occidental donde todo es contemplado en un horizonte hedonista que busca el placer como única meta del sexo, a la vez que todo ello pretende convencernos del "progreso" que parece haberse dado si comparamos tanta "información" (intoxicación, mejor diríamos) que ha dejado atrás los lastres de sociedades anteriores, más represivas para con este asunto. Esta tendencia tan marcada que podemos acusar que está en curso, generosamente subvencionada por las instituciones políticas en su afán de reinventar la sociedad, supone un desorden a la par que reduce el sexo a una vía de gratificación egoísta o, en el mejor caso, de dos egoísmos que coinciden durante un encuentro. Se impone aquí y allá una frívola relación del hombre y la mujer para con el sexo, normalizando la depravación y fomentando la promiscuidad sexual.
 
Todo este despropósito en que vive nuestra sociedad occidental, en sus concretas tácticas, realiza la línea estratégica de Satanás que C. S. Lewis expresó a la perfección en su obra "The Screwtape letters" (traducidas al español como "Cartas del diablo a su sobrino", de 1942), cuando el avezado demonio Escrutopo aconseja al demonio bisoño Orugario lo que ha de hacerse con el placer, el diablo reconoce la verdad con profunda contrariedad y recomienda maliciosamente a su aprendiz lo que sigue: "De todas maneras, el placer es un invento Suyo [de Dios,quiere decir Escrutopo], no nuestro. Él creó los placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han permitido producir ni uno. Todo lo que podemos hacer es incitar a los humanos a gozar los placeres que nuestro Enemigo ha inventado, en momentos, o en formas, o en grados que Él ha prohibido". La cursiva es nuestra. El diablo no ha inventado ningún placer, sólo los desordena.
 
El sexo ha sido reducido a sus expresiones más materiales y por ello, pese al prestigio de que goza como extraordinaria fuente de placer, la impresión que del sexo tiene el occidental es que, a fin de cuentas, el sexo no sería, como dijo Cioran, otra cosa que "una gimnástica coronada por un gruñido". En el colmo de esta ignorancia de las más profundas y reales posibilidades ínsitas en el sexo, no contentos con estos complejos reduccionismos que impiden la comprensión del sexo, éste se ha convertido en arma de la subversión revolucionaria con la ideología de género y todas sus lacras. La manipulación política del sexo ha sido magistralmente expuesta por nuestro amigo, el pensador católico norteamericano E. Michael Jones, en su ensayo: "Libido Dominandi: Sexual Liberation & Political Control".
 
Frente a este estado de cosas hay poca resistencia que se ofrezca. Podemos reconocer la intervención, apenas publicitada, de una minoría de feministas (que aunque en esta lid sean bien pocas) reclaman respeto por el cuerpo de la mujer, denostando que éste se haya convertido en objeto de publicidad comercial; o, por otro lado, ahí está la actitud de los más conservadores que mantienen la postura de reclamar un moralismo que las más de las veces se presenta como mojigato y estéril, que en definitiva se muestra obsoleto, ñoño e incapaz de salvar a cuantos siguen la flauta de Hamelin. Este conservadurismo es en su raíz de un puritanismo que poco se cohonesta con el catolicismo, pero que ha terminado incluso prevaleciendo en países de tradición católica. Esto ha podido ocurrir por el contagio más o menos inadvertido de los prejuicios y gesticulaciones propias de sociedades que se troquelaron en el molde del puritanismo; así ha ocurrido importando a países católicos los modelos de la sociedad norteamericana que modela la mentalidad de los países a los que llega a través de su "style of life". En este sentido cabe recordar que el protestantismo (del que emerge el puritanismo) es deudor en gran medida de San Agustín (y no precisamente de los aciertos del Doctor de la Gracia); de San Agustín heredaron los protestantes, más todavía que los católicos, el concepto negativo del cuerpo y, por ende, de la sexualidad.


La creación de Eva, Veronés

 
SACRAMENTUM HOC MAGNUM EST

 
Sin embargo, si vamos a las fuentes, ¿qué nos dice la Sagrada Biblia de la sexualidad? Permítasenos la licencia de no ser exhaustivos, pero vamos a enfocarnos en una frase que consideramos fundamental para poder atisbar la sacralidad del sexo, dejándonos otros pasajes bíblicos que también pudieran venir a colación. Esta frase dice así:


"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gén. 2, 24)

 

Leemos en el "Génesis" la creación del hombre y allí Dios deja dicho, que "No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda proporcionada a él", por lo que puso ante el hombre a todos los animales creados, pero "entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él". Y para remediarlo, Dios lo sume en un profundo sueño y es entonces cuando Dios, de una "costilla" de Adán, crea a la mujer. Cuando Adán vuelve en sí y ve a la mujer, exclama:
 
"Esto sí que es  ya hueso de mi hueso y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varon ha sido tomada".
 
La sorpresa que la mujer causa en el hombre es puesta de relieve en este pasaje, con la sencillez que caracteriza a la verdad divina. El hombre reconoce a la mujer como parte de sí mismo ("hueso de mi hueso y carne de mi carne"), por eso la denomina "varona". Ahora son dos, pero el hombre sabe que antes de ser dos, habían sido uno: el mismo. No se nos escapa las concomitancias que aquí pueden hallarse con el mito del "andrógino" platónico, más tarde el "Rebis" de la tradición hermética, pero por su complejidad y para no deslizar heterodoxia alguna, vamos a postergar estas cuestiones para no complicarle la comprensión al lector.
 
"Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne" (Gén. 2, 24)
 
En el Nuevo Testamento se repite esta frase, consagrándola el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Los pertinaces judíos le preguntan por el repudio y así les contesta el Divino Maestro:
 
"Él respondió: "¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra? Y dijo: "Por eso dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mateo 19, 4-7)
 
Pero los judíos vuelven a la carga y le reprochan inmediatamente que Moisés ordenó el repudio, intentando capciosamente saber lo que Cristo piensa de la ley mosaica; a lo que Cristo les responde "Por la dureza de vuestro corazón os permtió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así".
 
La cuestión parece, a simple vista, normativa; pero el sentido es más profundo como cabe advertir de esa enigmática frase adversativa que remacha la provisionalidad de la ley mosaica evocando un principio que tiene el prestigio edénico que es el que Cristo viene a restaurar con la suprema Ley del Amor: "pero al principio no fue así".
 
El Espíritu Santo vuelve a recordarnos la frase del "Génesis", esta vez de boca de San Pablo, en el contexto de sus exhortaciones a los matrimonios: 
 
"Los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. "Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne". Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia." (Efesios 5, 28)
 
Lo que más llama la atención en el pasaje de Pablo es el reconocimiento del Apóstol de las Gentes del profundo misterio que subyace en la frase: "Gran misterio es éste". No se explicita, ni se explica aquello en que consiste el "gran misterio", pero en latín es "Sacramentum hoc magnum est" y en griego dice ""to mystērion touto mega estin". Sin ninguna duda, San Pablo está refiriéndose a algo grandioso y misterioso a la par, algo que él silencia, reconociendo que ese gran misterio Pablo lo aplica a Cristo y a la Iglesia: "lo aplico a Cristo y a la Iglesia".
 
El sentido de estos tres pasajes bíblicos no puede quedar reducido, como tantas veces se ha hecho, a una mera cuestión de normativismo que atañe a la institucionalización social de la unión de hombre y mujer, por mucho que sirvan para consagrar el matrimonio como santo sacramento; sin que ello deje de tener su indudable importancia, no podemos soslayar que en los tres lugares subyace un sentido místico (bien lo reconoce San Pablo) que se nos escapa, pero barruntamos.
 
Y la clave de todo el misterio se cifra en la frase: "serán los dos una sola carne". Entendida ésta frase en un sentido figurado puede servir para alimentar todos cuantos idealismos eróticos y dulzarronas romantiquerías se quiera, pero la frase nos afianza en que el resultado de la cópula de hombre y mujer es ese enigmático sintagma: "una sola carne". Se ha querido ver en "una sola carne" el resultado físico de la reproducción sexual (esto es: la procreación de los hijos), pero no hay razón para quedarse con ese sentido excluyendo otros y restringiéndolo a la cuestión biológica que si es misterio, lo es como todo lo que nos rodea. Que el ayuntamiento sexual entre varón y mujer tenga por resultado la procreación humana, toda vez dadas las condiciones normales de fertilidad por ambas partes, no sería un "gran misterio". Es por ello que pudiéramos columbrar un sentido más místico todavía: el de la reintegración de lo que fue dividido al principio. Y entonces sí: el ""to mystērion touto mega estin" adquiere unas proporciones tremendas y, entonces sí: entonces el sexo adquiere la sacralidad que estúpidos puritanismos y satánicas inversiones le han burlado.
 
Es esa sacralidad la que hay que recobrar, pues de ella depende la recuperación del hombre y de la mujer a sí mismos, esos dos que se buscan con la promesa (intuida incluso por el más cerril de los seres humanos) de una felicidad que, bien se realice o mal no se realice en este mundo, no es de este mundo, pues abre las selladas puertas del estado paradisíaco. Sin recobrar esta sacralidad del sexo, éste no será más que la sórdida gimnástica coronada por el gruñido, que decía Cioran.

Redescubrir el sexo en su sacralidad, en su sacramentalidad, en su misterio será la vía que supere todas las manipulaciones y reduccionismos que lo bastardean.
 
 

jueves, 10 de marzo de 2016

SACRAMENTUM REGIS: EL SACRAMENTO DEL REY



ELEMENTOS VETEROTESTAMENTARIOS PARA
LA DOCTRINA DEL ARCANO CRISTIANO

Manuel Fernández Espinosa

"Sacramentum Regis bonum est abscondere,
opera autem Dei revelare honorificum est."

Esta enigmática frase la dice San Rafael, finalizando ese libro maravilloso del Antiguo Testamento que es el "Libro de Tobías". Recordemos que Dios ha intervenido a través de San Rafael que, tomando aspecto humano bajo el nombre de Azarías ha acompañado a Tobías, el joven hijo del piadoso Tobit, salvando a Sara del asedio del demonio Asmodeo y felizmente ordenándolo todo para casar a los dos jóvenes y, por último, devolviendo la vista al anciano Tobit. En toda la historia tiene una gran importancia el pez que el Arcángel manda que atrape Tobías:
 
"Siguieron los caminantes su viaje y llegaron al atardecer a las orillas del río Tigris, donde pasaron la noche. Bajó el muchacho a bañarse, y salió del río un pez que quería devorarle. Pero el ángel le dijo: "Agárralo". Capturólo el joven y lo sacó a tierra. Díjole el ángel: "Descuartiza el pez y separa el corazón, el hígado con la hiel, y ponlos aparte". Hizo el muchacho lo que el ángel le decía, y asando el pez, comieron."

Aunque el "Libro de Tobías" forma parte del Antiguo Testamento, bueno será que nos recuerde, por caso Su Eminencia Reverendísima Isidro Gomá, que "puede decirse que toda la economía del Antiguo Testamento es tipo de la del Nuevo", siendo el "tipo" el hecho figurativo, así como Jonás es tipo de Jesús resucitado, la serpiente de bronce tipo de Jesús crucificado, etcétera.

¿Qué quiere decirnos San Rafael con esa frase enigmática: "Sacramentum Regis bonum est abscondere, opera autem Dei revelare honorificum est"? Nácar-Colunga traduce "sacramentum" por "secreto": "Bueno es guardar el secreto del rey, pero glorioso pregonar las obras de Dios". Pero "Sacramentum Regis", lo mismo que se traduce por "secreto", podría traducirse por "misterio", dado que con "sacramentum" se quiso traducir la palabra griega "mysterion" (misterio, místico). Lo que San Rafael está diciendo a Tobit y a Tobías, a nosotros también (faltaría más) es muy claro: el "misterio del Rey", su Sacramento, es bueno esconderlo (abscondere), pero las obras de Dios no han de ser escondidas, sino proclamadas.

En toda la historia de Tobías el papel que juega el "pez" es símbolo eucarístico anticipado, como así lo entendieron los primeros cristianos que hicieron del "pez" uno de los primeros símbolos arcanos de Cristo y más profusamente empleados en el arte paleocristiano. Todas las autoridades coinciden en que en el nombre de "pez" ("ichthys", en griego) se ocultaba la aclamación simbólica de Cristo:

"El más raro en apariencia, pero a la vez frecuentemente utilizado [...] que para ser comprendido requiere una profunda iniciación cristiana, y que aparece como uno de los más antiguos. Se origina de la denominación griega "ichthys", cuyas letras serían las iniciales del acróstico: "Jesucristo Hijo de Dios Salvador", cuyo emblema fué la misma figura del pez o la expresión en griego, debido al misterioso significado que encerraba, según se desprende de las alusiones que se hacen a Cristo como pez en las fuentes literarias y epigráficas contemporáneas, de modo que, con ello, el símbolo se reviste con una oculta, pero directa, profesión de la divinidad de Cristo" -nos dice Monseñor Eduardo Junyent, en "Los cementerios cristianos de Roma. Orígenes, descripción, iconografía".

Don Gregorio Alastruey nos recuerda que éste símbolo crístico-íctico "expresa sus principales atributos, de donde arrancó la expresión "Piscis assus Christus est passus = el pez asado es Cristo en su pasión, usada por los fieles para significar el misterio de la Eucaristía, como se puede ver en los célebres epitafios de Abercio (siglo II) y de Pectorio de Autún (siglo III)".

Aunque son muchos otros los pasajes de la Sagrada Escritura en que podemos encontrar menciones a peces, el origen de este primitivo símbolo cristiano del pez se encuentra en el pez de Tobías; que si por su repentina aparición en las aguas del Tigris resulta una amenaza para el joven Tobías a lo primero, será una vez descuartizado, conforme a las instrucciones de San Rafael Arcángel, alimento para el camino y remedio contra el demonio Asmodeo y la ceguera del anciano padre de Tobías.

Así se nos aclara la frase que nos proponíamos dilucidar: "Bueno es guardar el Sacramento del Rey...": el Sacramento del Rey (la Eucaristía) no ha de darse a cualquiera. Pero tampoco podemos silenciar la eficacia y los bienes que dimanan del Sacramento: las "obras de Dios" que hemos de proclamar incluso arriesgando la buena fama entre los hombres y hasta la vida misma. Lo que afianza aquello de lo que tuve ocasión de tratar en "Doctrina del Arcano: instrucción en los sagrados misterios".

Dios nos lo conceda por siempre.


BIBLIOGRAFÍA:


Sagrada Biblia, versión directa de las lenguas originales por Nácar Fuster, Eloíno y Colunga Cueto, Alberto, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1975.

Gomá, Isidro, "La Biblia y la predicación", Rafael Casulleras Librero-Editor, Barcelona, 1927.

Kirschbaun, Engelberto; Junyent, Eduardo y Vives, José, "La tumba de San Pedro y las Catacumbas romanas. Los monumentos y las inscripciones", Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1954.

Alastruey, Gregorio, "Tratado de la Santísima Eucaristía", Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1951.

viernes, 4 de marzo de 2016

LA SIMBÓLICA DE LA ESPADA EN EL CABALLERO CRISTIANO



LA ESPADA Y LAS VIRTUDES


Manuel Fernández Espinosa



En la dimensión humana, la espada, como arma ofensiva y defensiva, siempre representará la posibilidad de la muerte de quien la empuña y de aquel contra quien se empuña; por lo tanto, la espada se convierte en signo de un poder: el poder de exterminar físicamente o, como mínimo, herir. Sin embargo, a ese sentido temporal se le ha de añadir desde los más remotos tiempos una dimensión sagrada como algo que concreta el poder divino e invisible sobre el terreno de lo manifestado.
 
En el "Apocalipsis", Juan nos describe a un Cristo terrible que le hace caer al suelo adorando: "No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno" -le dice el Señor. La figura que se le pone delante es descrita por Juan como "uno semejana a un hijo de hombre", revestido de túnica talar, ceñido con cinturón de oro, con los cabellos blancos, los ojos como llamas de fuego y de su boca -nos dice el hagiógrafo- "salía una espada aguda, de dos filos".
 
La espada es la justicia de Dios. Y por ello, en el caballero cristiano, la espada no puede ser otra cosa que el instrumento en la tierra de Dios.
 
Hay que saber que todas las armas que llevaba el caballero tenían, además de su funcionalidad propia, un carácter simbólico y hasta sacramental. Raimundo Lulio lo expone con estas palabras:
 
"Todo con lo que se reviste el presbítero que canta misa tiene alguna significación con respecto a su oficio. Y como el oficio de clérigo y el oficio de caballero se convienen; por esto el orden de caballería requiere que todo cuanto es preciso al caballero en el uso de su oficio, tenga algún significado por el cual sea recordada la nobleza del orden de caballería."
 
("Libro del orden caballería", V Parte)
 
Así la lanza era símbolo de la verdad (por quedar la verdad figurada, al igual que la lanza, en la rectitud de su hasta y estar rematada en punta, sin dobleces), llevando también consigo el valor de la esperanza (por ser apoyo y en su ataque llegar la punta antes que el que la empuña); el yelmo representaba el pundonor y la vergüenza del caballero, pues el casco es "guarda de las cosas altas y mira a la tierra, porque es el medio entre las cosas bajas y las cosas altas"; la "maza" sería la fuerza; el "escudo"  que, a la luz del sentido común vendría a representar la defensa de sí mismo, es para Lulio no obstante el símbolo de la total disposición del caballero a ser él mismo "escudo" entre los malos y los buenos a los que él debe defender, cayendo en la demanda si fuese menester: "de igual suerte el caballero debe parar con su cuerpo los golpes que van contra su señor, si algún hombre quiere herirlo"; la "loriga", las "espuelas"... Todo, hasta los arreos del caballo, condensaba un símbolo poderoso que recordaba constantemente al caballero las virtudes que debía profesar y practicar en su alto oficio al servicio de Dios, su señor, el clero y los menesterosos. Pero la espada es el arma principal del caballero.
 
En las "Partidas" la espada reviste incluso un carácter sacramental, pues la espada significa las cuatro virtudes del caballero: prudencia, fortaleza, templanza y justicia. Raimundo Lulio dice más:
 
"Al caballero se le da una espada; la cual es labrada en semejanza de cruz, para significar que así como nuestro Señor Jesucristo venció a la muerte en la cruz, en la cual muerte habíamos caído por el pecado de nuestro padre Adán; de esta manera el caballero debe vencer con la espada, y destruir los enemigos de la Cruz. Y como la espada que se entrega al nuevo caballero tiene filo en cada parte; y siendo la caballería oficio de mantener justicia, y justicia dar a cada uno su derecho; por esto la espada del caballero significa que el caballero debe mantener con la espada a la caballería y a la justicia."
 
En la espada, la virtud de la "prudencia" reside en su empuñadura que el hombre blande en su mano y se significa la "prudencia" en cuanto que el puño de la espada es a manera del mismo hombre que la empuña y que tiene el poder de desenvainarla, de alzarla, de bajarla, herir con ella o envainarla. En la hoja recta, aguda y de dos filos, está la "justicia". La fortaleza se cifra desde la empuñadura hasta la punta y la templanza la vemos en el metal sabiamente forjado de su hoja.
 
El caballero se identificaba con su espada y por la espada se identificaba a su dueño; por eso las espadas tenían su nombre propio y no pocas ostentaban en la hoja de su acero un lema. La Tizona del Cid Campeador, la Escalibur de Arturo, la Joyosa de Carlomagno, la Balmunga de Sigfrido.
 
En la espada está el honor del caballero. Por eso, no es de extrañar que no pocas piezas de nuestro teatro nacional del siglo de oro nos hayan transmitido una bella imagen: la espada como "lengua de acero" que, envainada, es defensa siempre a la mano, que sólo hay que desenvainar cuando la ofensa puede entrañar el riesgo de manchar el honor o hacerlo perder a quien no lo defiende. Así, la espada, como una "lengua" de hombre virtuoso, debe ser parca en palabras (lo que dice no ser desenvainada sin causa), pero una vez desenvainada no puede conocer más lenguaje que el de las obras, chocando con la del contrario y debiéndose envainar, según era el estilo español, sólo cuando el acero ha tomado la satisfacción de la sangre derramada del que ha osado agraviar el honor propio o el de quien necesitaba ser defendido.