viernes, 29 de abril de 2016

SACRALIDAD DE LA MUJER PRIMORDIAL

En la imagen, la actriz italiana Maria Grazia Cucinotta




"Dos cosas quiere el varón auténtico: peligro y juego. Por ello quiere él a la mujer, que
es el más peligroso de los juguetes."
 
Friedrich Wilhelm Nietzsche, Así habló Zaratrustra



LO SAGRADO FEMENINO


Manuel Fernández Espinosa



El feminismo más radical de nuestros días no puede entenderse si no es en clave esoterista. Es por eso que algunas feministas reivindican la mítica figura de Lilith (demonio femenino de origen mesopotámico que, en el exilio babilónico, los judíos incorporaron a su acervo.) Pero no vengo aquí a hablar de Lilith, para saber sobre ella puede leerse el libro "A la sombra de Lilith: en busca de la igualdad perdida" de Carmen Posadas y Sophie Courgeron que recupera este personaje demoníaco como icono del feminismo.
 
No obstante, como todo mito, el de Lilith envuelve una verdad que se nos escurre de los dedos si entendemos estos asuntos con el prejuicio parcial y reduccionista del moralismo que ha imperado durante tantos y tantos siglos en el cristianismo (y en los movimientos reaccionarios que contra él se han erguido, como el mismo feminismo radical). Como muy oportunamente señala Walter Schubart: "En la medida en que procura prestar alguna nobleza al eros, el hombre moderno reduce el amor a un culto a la belleza, del mismo modo que reduce la religión a un sistema moral". Un personaje femenino de Gustav Meyrink venía a coincidir con Walter Schubart, al expresarse en una de sus novelas así: "Cuando les quería explicar que lo importante -lo esencial- para mí en la Biblia y en las otras escrituras sagradas era el "milagro" y sólo el milagro, y no las normas de ética y moral, que no pueden ser más que caminos ocultos para llegar al verdadero milagro -sólo sabían responderme con lugares comunes, pues temían confesar que lo único que creían de las escrituras religiosas podía estar exactamente igual en los libros de leyes civiles".

 
Es por ello que, dejando a un lado la siniestra naturaleza de Lilith como demonio femenino, lo que constituye un dato que nos parece destacable es que, en este ancestral mito, se pone de relieve que la condición de la mujer es de orden preternatural, entralazándose en ella lo natural y lo preternatural -y, como veremos, este dato es recurrente en multitud de mitos que nos tratan de explicar la génesis de la mujer.  En el siglo XVIII todavía resuena ese demonismo de la mujer en la preciosa novela de Jacques Cazotte, "El diablo enamorado", donde no es que la mujer sea una diablesa, sino que es el diablo el que se convierte en mujer para enamorarse.
 
Por ser parte de nuestra tradición religiosa nos conformaremos con aludir al archisabido relato del pecado original, cuando Eva (la madre de los vivientes) sucumbe a la tentación de la serpiente en el paraíso. El recordatorio de este relato del Génesis se ha convertido en un arma arrojadiza del feminismo contra el cristianismo: el cristianismo -dicen- culpa a la mujer del mal en el mundo. Aunque el relato pertenece al Antiguo Testamento y es compartido con el judaísmo, al judaísmo no se le acusa con tanta insistencia por lo mismo. Y lo que es peor, los mismos que denuncian al cristianismo de misógino, prefieren olvidarse del protagonismo que el mismo cristianismo (al menos en su vertiente catolica y ortodoxa) ha adjudicado a la Mujer en la Santísima Virgen María que, además de todos sus sublimes títulos dogmatizados, recibe el culto de hiperdulía (veneración por encima de los ángeles y de los santos varones).
 
Pero, si salimos del marco judeocristiano, los mitos clásicos del origen de la mujer no tendrían, desde el punto de vista común, una mejor concepción de la mujer. Atendamos, para mostrarlo, al relato mítico de la creación de la mujer en el mundo griego.
 
Aquí nuestra fuente será Hesíodo. Éste nos proporciona el precioso mito de la creación de aquella que será la antepasada de "la estirpe de femeninas mujeres" y lo hace en dos lugares: en su "Teogonía" y en "Trabajos y Días". En la "Teogonía" hesiodea la mujer se nos presenta creada como castigo de Zeus a los hombres, por la cólera que en el dios olímpico desata ver que Prometeo ha dado el fuego a los hombres. En los "Trabajos y Días" se amplían los datos sobre los dones que le otorgan los dioses a la mujer primigenia y se nos revela el nombre de la misma: Pandora, la que abrirá la caja que contiene las calamidades todas que se esparcirán por la redondez de la tierra. No la crea Zeus, sino que éste le encarga a Hefesto que la haga de tierra, modelándola a manera de "imagen con apariencia de casta doncella" (lo de "apariencia de casta" no nos parece que haya que dejarlo correr). Todos los dioses, en los "Trabajos y Días" conceden un don a la mujer primordial, pero esa obsequiosidad es para perdición del hombre.
 
En la "Teogonía" Atenea le da a la mujer el ceñidor y un vestido blanco; en los "Trabajos y Días" se añade que "las divinas Gracias y la augusta Persuasión colocaron en su cuello dorados collares y las Horas de hermosos cabellos la coronaron con flores de primavera". Hefesto no se conforma con modelarla sino que le ciñe una corona hecha por él mismo, en la que Mulciber ha labrado "numerosos monstruos, cuantos terribles cría el continente y el mar". A todo ello, en "Trabajos y Días", Hesíodo añade que Hermes, "configuró en su pecho [se entiende que en el de la mujer] mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble por voluntad de Zeus gravisonante. Le infundió habla el heraldo de los dioses y puso a esta mujer el nombre de Pandora porque todos los que poseen las mansiones olímpicas le concedieron un regalo, perdición para los hombres que se alimentan de pan".
 
En la "Teogonía", una vez creada la mujer, ésta es presentada a los dioses y a los hombres, causando estupor. La mujer primordial es vista como un "engaño, irresistible para los hombres. Pues de ella desciende la estirpe de femeninas mujeres". La conclusión es que "...así también desgracia para los hombres mortales hizo Zeus altitonante a las mujeres, siempre ocupadas en perniciosas tareas". Y, desde aquel día, el hombre no podrá burlar el castigo: si un varón no se casa, será un desgraciado, si se casa con una "desvergonzada, vive sin cesar con la angustia en su pecho, en su alma y en su corazón; y su mal es incurable"... Y no es mejor la suerte del que se casa con mujer sensata, pues "durante toda la vida, el mal equipara constantemente al bien".
 
La mujer resulta ser, así, una mezcla de encantos dulces que encubren los daños para quienes sucumben a ella, algo inexorable para los hombres (y, en la Biblia, hasta para los ángeles*). La percepción que se obtiene de la mujer a través de la mitología griega coincide con las pesimistas enseñanzas de los libros sapienciales veterotestamentarios: "Y hallé que es la mujer más amarga que la muerte y lazo para el corazón, y sus manos, ataduras." (Eclesiastés 7, 26)
 
En los mitos más ancestrales la caracterización de la mujer es, como vemos, bastante negativa a simple vista. Es difícil que los contemporáneos puedan asimilar tamaño rigor y severidad como el que estos relatos muestran hacia la mujer, a la que no se le hacen concesiones. Lo más fácil para un contemporáneo es calificar estos juicios como algo obsoletos y profundamente misóginos, alguno ya podrá tener incluso a mano el vocablo de "patriarcado" para evitarse ahondar en lo que en estos textos podemos leer. Y es que, cuando atendemos a estos mitos es fácil incurrir en el error de interpretarlos groseramente, como hace el feminismo más ramplón que inmediatamete denunciaría una misoginia constitutiva en las religiones más diversas, pudiendo incluso tratar de explicársela desde el "patriarcado opresor". Es frecuente encontrarse con eslóganes, artículos y ensayos que enfatizan la misoginia del cristianismo, acusado de machista con los más peregrinos argumentos, pero la realidad es que, mucho más que el cristianismo, los sistemas religiosos más ancestrales, desde los indoeuropeos hasta los semitas, mostrarían esa presunta misoginia que no lo es, por ser otra cosa.
 
Lo que verdaderamente hay en estos relatos míticos del origen de la mujer primordial (culpada de ser demoníaca, como en Lilith; de caer en la tentación demoníaca, introduciendo el pecado, como Eva; de ser creada para castigo del hombre y causante de la propagación de las calamidades por su irresistible curiosidad, como Pandora), ¿puede zanjarse con las obtusas categorías del feminismo predominante?
 
Me parece que no. Sería demasiado fácil y las explicaciones fáciles nunca me han convencido. Estamos más bien ante un misterio, un misterio que tiene mucho que ver con lo que no es, ni más ni menos, que la divinidad de la mujer. Se trata, por lo tanto, de un reconocimiento (por mucho que nos suene a poco galante y, todavía menos, nada romántico): el reconomiento que el hombre hace de algo que a la vez fascina y aterroriza: lo sagrado en la Mujer, la misma sacralidad de la Mujer. A diferencia del hombre, por encima de él incluso, la Mujer es un don divino y, como divino, es algo incontrolable, insondable, impredecible, incondicionado... De ahí la irresistible fascinación que la Mujer ejerce sobre el hombre, a la vez que éste no puede sustraerse al terror y temblor que produce la peligrosidad que entraña esta criatura a la que, en condiciones de normalidad espiritual y fisiológica, se siente por naturaleza atraído sin que nada pueda remediarlo. Muchos casos de homosexualidad masculina pudieran hallar su explicación en el terror ante el misterio inescrutable y divino de la Mujer.
 
Recordemos a Walter Schubart a quien lo traíamos a colación más arriba: ni el amor puede reducirse a un mero culto de la belleza, ni la religión puede quedar agotada en un sistema moral. No reduzcamos tampoco la Mujer a lo que la quieren reducir las moderneces insustanciales y delirantes, pues la Mujer es parte de lo divino que, sacralmente, crea y destruye. 
 
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*Me refiero aquí a los "Grigori" de los libros de Enoc (los ángeles Vigilantes, cuyo caudillo era Samyaza) que se enamoraron de las hijas de los hombres, tomándolas como esposas, por lo que se atrajeron la maldición de Dios (a ello se alude en Génesis 6).
 
BIBLIOGRAFÍA:
 
Sagrada Biblia, Nácar-Colunga.
 
Teogonía, Hesíodo.
 
Trabajos y Días, Hesíodo.
 
Religion und Eros, Walter Schubart: edición en portugués, "Eros e Religiao".
 
El Golem, Gustav Meyrink.
 
El diablo enamorado, Jacques Cazotte.

viernes, 22 de abril de 2016

EL DIOS QUE DANZA


San Pascual Baylòn


Manuel Fernández Espinosa


"Yo sólo creería en un Dios que supiera bailar" -decía desafiante Nietzsche en "Así habló Zaratustra". Muy convencido estaba el filósofo alemán de que Dios -el Dios de los cristianos, por supuesto- no bailaba; y a buen seguro que así se lo hicieron creer sus compatriotas protestantes, siempre tan envarados y puritanos ellos. 
 
La danza es una de las expresiones religiosas más antiguas que surge, como la música y el cántico, de la verdadera fuente de toda religiosidad sana: la alegría y la gratitud por la existencia. Danzas sagradas se han realizado (y siguen realizándose) en todas las religiones: baste pensar en los cultos dionisiacos y en el hinduísmo tenemos a Shiva, al que se le llama "Nataraja" (el rey de la danza); no olvidemos tampoco la popularmente conocida "danza de los siete velos", cuyos orígenes parecen remontarse a la más remota antigüedad y que tiene un sentido religioso (y no es un vulgar destape como malentiende el occidental, irredento en su ignorancia) o a los derviches giróvagos.
 
En cambio, en el marco del cristianismo la danza siempre ha suscitado la suspicacia del clero más puritano que la condenaba sin ambages como invención del mismísimo diablo. La actitud de estos cristianos, contrarios a la danza, no se halla en el mismo cristianismo, sino que encontraba sus antecedentes en la gravedad romana precristiana: ya había dicho Cicerón que sólo un loco podía ponerse a bailar y, con anterioridad a Roma, en la antigua Grecia los hombres más serios consentían que mujeres y niños bailaran, pero censuraban a los bailarines varones como homosexuales pasivos y uno de los peores insultos era llamar a un hombre "cinaedus" (danzante en su origen, pero pronto sinónimo de sodomita).
 
Con esa mala fama que envolvía a la danza entre los paganos más severos no era de extrañar que el apologeta cristiano Tertuliano censurara la danza, entre otras diversiones, por entenderla como expresión de vida disipada e indecente para el cristiano; pero también merece recordar que la razón por la que Tertuliano (y, con él, otros antiguos autores cristianos) condenaban las danzas de su tiempo era en gran medida por ser estos bailes no otra cosa que "danzas sagradas" que se ejecutaban como parte del culto a dioses paganos como Astarté. Sin embargo, hay que tener presente que -como advertía el recientemente fallecido José María Blázquez- con el correr del tiempo todas las danzas -en su origen sagradas- tienden a desacralizarse, perdiendo su carácter religioso original y vienen a profanizarse, reducidas a lo que se convertirá en no otra cosa que mera expresión lúdica (José María Blázquez, "Mitos, dioses, héroes, en el Mediterráneo antiguo").
 
No obstante, pese a los dicterios pronunciados por tantos doctos varones de la Iglesia, la danza no pudo erradicarse de la vida de las comunidades y el cristianismo también tuvo, aunque menos conocidas, sus expresiones coreográficas sacras: por ejemplo, los especialistas afirman que en el "Llibre Vermell de Montserrat" (recopilación de cánticos dedicados a la Virgen) había tres danzas rituales que ejecutaban en círculo los peregrinos en el interior del templo: "Stella Spledens", "Los Sets Goigs" y "Polorum Regina" (Artemis Markessinis, "Historia de la danza desde sus orígenes"). Y no olvidemos tampoco las danzas eucarísticas que, bien en los atrios de los templos o en su interior, ejecutaban lo mismo niños que hombres recios y derechos. Sin embargo, muchas de ellas (en algún momento podríamos pensar que todas) fueron prohibidas por la susceptibilidad del clero mas reacio a las diversiones públicas en virtud de la "democratización del ascetismo".
 
Me atrevo a llamar "democratización del ascetismo" a una de las peores desviaciones de la praxis eclesiástica que, operando sociológicamente sobre el erróneo supuesto de que todos somos "iguales", extiende los rigores de la ascesis a todos los fieles (y si no la ascesis activa, consigue imponer siquiera exteriormente la adustez general). ¿Qué parte de la bienaventuranza de Jesucristo no entendieron (y no entienden algunos) cuando el Divino Maestro dice: "Estad alegres y contentos"? Por eso, a Dios gracias, siempre hubo santos que se salieron del guión de los amargados amargantes y ahí tenemos a San Pascual Baylón (franciscano tenía que ser) del que, se dice, la oración lo llevaba a lo que pudiéramos interpretar como un éxtasis danzarín; que de ahí su sobrenombre de "Bailón".
 
Como toda expresión cultural, las danzas tienen su última razón de ser en lo religioso, aunque -será conveniente recordar que, como afirmaba José María Blázquez, toda expresión religiosa tiende con el tiempo a desacralizarse y esa es la verdadera razón de su corrupción: que se hace profana y lúdica.
 
Pero el correctivo a la corruptela de cualquier tradición nunca ha sido prohibirla, sino re-crearla y re-sacralizarla: tanto a la tradición como a la danza.

jueves, 14 de abril de 2016

Y EN LA PIEDRA UN NOMBRE NUEVO ESCRITO


Jacob lucha con el Ángel del Señor

RECOBRAR EL SENTIDO METAFÍSICO DE LA PALABRA "VIRTUD"
Manuel Fernández Espinosa

"Qui habet aurem, audiat quid Spiritus dicat ecclesiis: Vincenti dabo manna absconditum et dabo illi calculum candidum, et in calculo nomen novum scriptu, quod nemo scit, nisi qui accipit".

 
"El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrito un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe".

 
Apocalipsis 2, 17.

 
"Dios aprieta, pero no ahoga" -es una gran verdad que sentencia nuestra más que milenaria sabiduría popular. En cada situación desagradable -empezando por las cotidianas- cabe ver una ocasión formidable para fortalecerse, a modo de entrenamiento vital.

 
¿De qué manera se piensa la gente que se adquieren las "virtudes"? Y cuando hablo de "virtudes", por favor, aparten de su pensamiento esas vulgares cristalizaciones que ya apenas dicen nada y que, tal vez por eso, hoy han venido a ser sustituidas por los "valores" (¡valores! La gran superstición de la humanidad contemporánea). En el curso del recorrido de esta palabra: "virtus, -utis", desde la viril Roma hasta el Renacimiento, la palabra se fue moralizando. Es por ello que, personalmente, me satisface el sentido que quiso devolverle Maquiavelo con su "virtù". Nietzsche también experimentaría, es obvio, cierta repulsión por esa degradación moralizante de la palabra "virtud".

 
Pero ni Maquiavelo ni Nietzsche recobraron el sentido metafísico del vocablo "virtud" (o, en su plural, virtudes), pues ambos son a-metafísicos. Para redescubrirlo habría que ir a la fuente. Podría culpársele al cristianismo de esta reducción moral de la palabra "virtud"; así lo hizo Maquiavelo implícitamente y, más tarde, Nietzsche haría explícita la acusación. Pero aunque muchos cristianos puedan haber sido cómplices de esa moralización del vocablo, hay que recordar que Dionisio Areopagita incluyó en las jerarquías celestes (en los coros angélicos) a las Virtudes, concretamente en la Jerarquía intermedia entre la Suprema (Querubines, Serafines y Tronos) y la Inferior (Principados, Arcángeles y Ángeles). Las Virtudes están por debajo de las Dominaciones y por encima de las Potestades. El Areopagita define las Virtudes que nos conciernen de esta manera:


"La denominación de santas "virtudes" alude a la fortaleza viril, inquebrantable en todo obrar, al modo de Dios. Firmeza que excluye toda pereza y molicie, mientras permanezca bajo la iluminación divina que les es dada, y firmemente levantada hacia Dios. Lejos de menospreciar por pereza el impulso divino, mira en derechura hacia la potencia supraesencial, fuente de toda fortaleza. En efecto, esta firmeza llega a ser, dentro de lo posible, verdadera imagen de la Potencia de que toma forma, y hacia la cual está firmemente orientada por ser ella la fuente de toda fortaleza. Al mismo tiempo transmite a sus inferiores el poder dinámico y divinizante" (Jerarquía Celeste, cap. VIII)

 
Claro, se nos dirá que en este caso, las "Virtudes" son sobrenaturales y suprahumanas, angélicas nada más y nada menos, pero el sentido metafísico está expresado aquí de una forma perfecta. Que a menudo se haya olvidado esto -que la virtud es una fuerza divina- ha llevado a la postre a entender las "virtudes" como una especie de acomodación a las costumbres concordantes con lo que la moral tradicional ha fijado: hombre virtuoso, mujer virtuosa en su sentido común. Pero, ¿y la fuerza dónde está? La mojigatería se viste de virtud, exige ser reconocida como excelencia, cuando tal vez no sea otra cosa que conformismo moral y solo moral. Así que, cuando yo hablo de "virtudes", hablo de "fuerzas viriles", logradas precisamente en la confrontación entre el hombre y lo que se le opone.

 
¿Y cómo adquirir esas "virtudes" en el sentido fuerte de la palabra que para mí es el ajustado, liberado de la moralina esterilizante? Podría decirse que, en principio, la virtud sólo se adquiere practicando y sonaría a doctrina aristotélica, todo lo escolastizada y aquinatizada que se quiera; y no faltaríamos a la verdad con ello. Pero hay situaciones que considero extraordinarias y en las que la adquisición se convierte en toda una cualificación. Esas virtudes -fuerzas potenciales y reales, fuerzas que dimanan de lo divino- se adquieren en y por los sacramentos, pero sólo puede barruntarse el efectivo apoderamiento de las mismas cuando los sacramentos recuperen en la Santa Iglesia su prestigio de Misterios (ver Disciplina del Arcano: Instrucción en los Santos Misterios.)

 
En ese sentido, otrora los Sacramentos conservaron su prestigio reservado para los iniciados y puestos a salvo de "perros" y "cerdos" (ver Disciplina Arcani: la didáctica del Divino Maestro). Cabe destacar el Sacramento del Bautismo que, en los primeros tiempos del cristianismo, era por la triple inmersión (con lo que la escenificación ritual permitía mejor comprender el sentido de muerte iniciática del Hombre Viejo para renacer posteriormente como Hombre Nuevo en Cristo.)

 
Cabe entender a través de la experiencia propia de nuestra vida personal que la vida es a modo de una iniciación continua: ni moralicemos ni psicologicemos Y, como iniciación que es, comprende en sí "pruebas" que incluso llevan a la "muerte iniciática" cuantas veces sea menester según la voluntad de Dios.

 
Estamos muy acomodados en estructuras visibles o invisibles que construimos para poder vivir desahogadamente (no queremos que Dios ahogue ni apriete): opiniones, actitudes, enfoques, postureos, convencionalismos, falsas imágenes de nosotros mismos para nosotros mismos y para los demás... Y, de sopetón, algo o alguien emerge en nuestra vida (y ese fenómeno: no por sí mismo, sino por la experiencia interior que hacemos de todo ello) nos lleva a replanteárnoslo todo. Aquel que éramos (el que sea) antes de vivenciar "eso" (lo que sea) ha dejado de ser: hemos muerto de alguna manera. Hemos tenido nuestra "muerte iniciática", pero si ha sido "iniciática" quiere decir que aquí estamos: morimos y hemos tenido una renacencia. Dios ha apretado, pero no nos ha ahogado.

 
La "muerte iniciática" está presente en todos los sistemas de iniciación de las más diversas religiones y pseudo-religiones (también lo está en la Iglesia Católica, aunque entreverada y más encubierta que en ninguna otra religión, por lo que apenas la percibe el cristiano medio). Claro es: la "muerte iniciática" no es la muerte real (ni tampoco un mero fingimiento de la muerte), pero la "muerte iniciática" entraña la destrucción de las viejas estructuras en las que estábamos acomodados, todo aquello con lo que nos identificábamos hasta esa morienda es aniquilado: con mucha probabilidad habíamos confundido lo esencial con lo accidental y, una vez muertos iniciáticamente, hemos renacido.

 
Toda prueba en la vida, desde la más nimia a la que puede constituir toda una "muerte iniciática", supone una cualificación así como una adquisición por vía ordinaria o extraordinaria de las virtudes-fuerza, las que nos hacen aptos para operar divinalmente en la realidad.


Y cuando hemos pasado la prueba, salvando las distancias podemos mirarnos como si fuésemos Jacob cuando luchó con el ángel de Dios (que, es curioso, oculta su nombre): al término de la prueba, como a Jacob se nos da un nombre nuevo. Poco importa lo que hayamos pasado (en nuestro místico rito de pasaje), lo que importa es haber vencido para obtener ese "nombre nuevo", como nos recuerda el Águila de Patmos en Apocalipsis:


"Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrito un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe."