jueves, 14 de abril de 2016

Y EN LA PIEDRA UN NOMBRE NUEVO ESCRITO


Jacob lucha con el Ángel del Señor

RECOBRAR EL SENTIDO METAFÍSICO DE LA PALABRA "VIRTUD"
Manuel Fernández Espinosa

"Qui habet aurem, audiat quid Spiritus dicat ecclesiis: Vincenti dabo manna absconditum et dabo illi calculum candidum, et in calculo nomen novum scriptu, quod nemo scit, nisi qui accipit".

 
"El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrito un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe".

 
Apocalipsis 2, 17.

 
"Dios aprieta, pero no ahoga" -es una gran verdad que sentencia nuestra más que milenaria sabiduría popular. En cada situación desagradable -empezando por las cotidianas- cabe ver una ocasión formidable para fortalecerse, a modo de entrenamiento vital.

 
¿De qué manera se piensa la gente que se adquieren las "virtudes"? Y cuando hablo de "virtudes", por favor, aparten de su pensamiento esas vulgares cristalizaciones que ya apenas dicen nada y que, tal vez por eso, hoy han venido a ser sustituidas por los "valores" (¡valores! La gran superstición de la humanidad contemporánea). En el curso del recorrido de esta palabra: "virtus, -utis", desde la viril Roma hasta el Renacimiento, la palabra se fue moralizando. Es por ello que, personalmente, me satisface el sentido que quiso devolverle Maquiavelo con su "virtù". Nietzsche también experimentaría, es obvio, cierta repulsión por esa degradación moralizante de la palabra "virtud".

 
Pero ni Maquiavelo ni Nietzsche recobraron el sentido metafísico del vocablo "virtud" (o, en su plural, virtudes), pues ambos son a-metafísicos. Para redescubrirlo habría que ir a la fuente. Podría culpársele al cristianismo de esta reducción moral de la palabra "virtud"; así lo hizo Maquiavelo implícitamente y, más tarde, Nietzsche haría explícita la acusación. Pero aunque muchos cristianos puedan haber sido cómplices de esa moralización del vocablo, hay que recordar que Dionisio Areopagita incluyó en las jerarquías celestes (en los coros angélicos) a las Virtudes, concretamente en la Jerarquía intermedia entre la Suprema (Querubines, Serafines y Tronos) y la Inferior (Principados, Arcángeles y Ángeles). Las Virtudes están por debajo de las Dominaciones y por encima de las Potestades. El Areopagita define las Virtudes que nos conciernen de esta manera:


"La denominación de santas "virtudes" alude a la fortaleza viril, inquebrantable en todo obrar, al modo de Dios. Firmeza que excluye toda pereza y molicie, mientras permanezca bajo la iluminación divina que les es dada, y firmemente levantada hacia Dios. Lejos de menospreciar por pereza el impulso divino, mira en derechura hacia la potencia supraesencial, fuente de toda fortaleza. En efecto, esta firmeza llega a ser, dentro de lo posible, verdadera imagen de la Potencia de que toma forma, y hacia la cual está firmemente orientada por ser ella la fuente de toda fortaleza. Al mismo tiempo transmite a sus inferiores el poder dinámico y divinizante" (Jerarquía Celeste, cap. VIII)

 
Claro, se nos dirá que en este caso, las "Virtudes" son sobrenaturales y suprahumanas, angélicas nada más y nada menos, pero el sentido metafísico está expresado aquí de una forma perfecta. Que a menudo se haya olvidado esto -que la virtud es una fuerza divina- ha llevado a la postre a entender las "virtudes" como una especie de acomodación a las costumbres concordantes con lo que la moral tradicional ha fijado: hombre virtuoso, mujer virtuosa en su sentido común. Pero, ¿y la fuerza dónde está? La mojigatería se viste de virtud, exige ser reconocida como excelencia, cuando tal vez no sea otra cosa que conformismo moral y solo moral. Así que, cuando yo hablo de "virtudes", hablo de "fuerzas viriles", logradas precisamente en la confrontación entre el hombre y lo que se le opone.

 
¿Y cómo adquirir esas "virtudes" en el sentido fuerte de la palabra que para mí es el ajustado, liberado de la moralina esterilizante? Podría decirse que, en principio, la virtud sólo se adquiere practicando y sonaría a doctrina aristotélica, todo lo escolastizada y aquinatizada que se quiera; y no faltaríamos a la verdad con ello. Pero hay situaciones que considero extraordinarias y en las que la adquisición se convierte en toda una cualificación. Esas virtudes -fuerzas potenciales y reales, fuerzas que dimanan de lo divino- se adquieren en y por los sacramentos, pero sólo puede barruntarse el efectivo apoderamiento de las mismas cuando los sacramentos recuperen en la Santa Iglesia su prestigio de Misterios (ver Disciplina del Arcano: Instrucción en los Santos Misterios.)

 
En ese sentido, otrora los Sacramentos conservaron su prestigio reservado para los iniciados y puestos a salvo de "perros" y "cerdos" (ver Disciplina Arcani: la didáctica del Divino Maestro). Cabe destacar el Sacramento del Bautismo que, en los primeros tiempos del cristianismo, era por la triple inmersión (con lo que la escenificación ritual permitía mejor comprender el sentido de muerte iniciática del Hombre Viejo para renacer posteriormente como Hombre Nuevo en Cristo.)

 
Cabe entender a través de la experiencia propia de nuestra vida personal que la vida es a modo de una iniciación continua: ni moralicemos ni psicologicemos Y, como iniciación que es, comprende en sí "pruebas" que incluso llevan a la "muerte iniciática" cuantas veces sea menester según la voluntad de Dios.

 
Estamos muy acomodados en estructuras visibles o invisibles que construimos para poder vivir desahogadamente (no queremos que Dios ahogue ni apriete): opiniones, actitudes, enfoques, postureos, convencionalismos, falsas imágenes de nosotros mismos para nosotros mismos y para los demás... Y, de sopetón, algo o alguien emerge en nuestra vida (y ese fenómeno: no por sí mismo, sino por la experiencia interior que hacemos de todo ello) nos lleva a replanteárnoslo todo. Aquel que éramos (el que sea) antes de vivenciar "eso" (lo que sea) ha dejado de ser: hemos muerto de alguna manera. Hemos tenido nuestra "muerte iniciática", pero si ha sido "iniciática" quiere decir que aquí estamos: morimos y hemos tenido una renacencia. Dios ha apretado, pero no nos ha ahogado.

 
La "muerte iniciática" está presente en todos los sistemas de iniciación de las más diversas religiones y pseudo-religiones (también lo está en la Iglesia Católica, aunque entreverada y más encubierta que en ninguna otra religión, por lo que apenas la percibe el cristiano medio). Claro es: la "muerte iniciática" no es la muerte real (ni tampoco un mero fingimiento de la muerte), pero la "muerte iniciática" entraña la destrucción de las viejas estructuras en las que estábamos acomodados, todo aquello con lo que nos identificábamos hasta esa morienda es aniquilado: con mucha probabilidad habíamos confundido lo esencial con lo accidental y, una vez muertos iniciáticamente, hemos renacido.

 
Toda prueba en la vida, desde la más nimia a la que puede constituir toda una "muerte iniciática", supone una cualificación así como una adquisición por vía ordinaria o extraordinaria de las virtudes-fuerza, las que nos hacen aptos para operar divinalmente en la realidad.


Y cuando hemos pasado la prueba, salvando las distancias podemos mirarnos como si fuésemos Jacob cuando luchó con el ángel de Dios (que, es curioso, oculta su nombre): al término de la prueba, como a Jacob se nos da un nombre nuevo. Poco importa lo que hayamos pasado (en nuestro místico rito de pasaje), lo que importa es haber vencido para obtener ese "nombre nuevo", como nos recuerda el Águila de Patmos en Apocalipsis:


"Al que venciere le daré del maná escondido y le daré también una piedrecita blanca, y en ella escrito un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe."

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